Las siete virtudes del gobernante y sus siete pecados capitales

 

Desde México, por Jesús Martínez Álvarez. 2008

jema444@gmail.com

www.jesusmartinezalvarez.com.mx

 

 HONRADEZ

 

La convocatoria para realizar un ejercicio de cuáles pueden ser las siete virtudes del gobernante, ha tenido una gran aceptación.

 

He recibido muchas propuestas, por lo que resulta difícil seleccionarlas, ya que todas son válidas, por ello,  elegiré las que, a mi juicio,  pueden representar las recibidas.

 

Las siete virtudes del gobernante no pueden jerarquizarse, puesto que su importancia está a la misma altura, pero como algún orden ha de seguirse, reflexionemos sobre la HONRADEZ.

 

Más que real o aparente ineficiencia de los gobernantes, más que la pose de infalibilidad que algunos se asignan, más que los posibles errores en las decisiones, más que el afán de protagonismo o la vocación turística, más que el estilo autoritario o la debilidad en el ejercicio del poder, más que cualquier otro motivo de reclamo, la falta de honradez de algunos de nuestros gobernantes es lo que más ha lastimado a los mexicanos.

 

La carencia de honradez o, para decirlo de otra forma, la corrupción, daña profundamente no sólo porque afecta al erario, dinero común, dinero de todos, sino porque agrede y traiciona la confianza, pilar de toda relación social.

 

Tan arraigada está esta agresión en la conciencia nacional, que nos ha llevado a la pasividad y al desencanto, ya que frecuentemente escuchamos a alguien decir respecto al gobernante entrante: nos conformamos con que no robe mucho. Perdonada la falta, lo único que se temía era el exceso.

La expresión es reveladora y vergonzante. La fatalidad de la corrupción por encima de la posibilidad de evitarla o castigarla. La resignación sustituyendo a la indignación.

 

Pasivos, espectadores silenciosos, todos hemos sido testigos, y cómplices, de la tragicomedia.

 

Primer acto: personajes sin antecedente de riqueza, se hacen de un espacio en el gobierno, entre más alto, mejor; segundo acto: los personajes negocian, arreglan, venden, traicionan, trafican con influencias, exigen, suman montos insólitos en su haber secreto, efectivo y propiedades al bolsillo; tercer acto: los personajes, antes escasos de bienes y recursos, se despiden de su período de abundancia repentina y se prepararán para saltar al siguiente cargo, teniendo en sus haberes incontables y múltiples propiedades, cuentas bancarias, y lo más usual, nombres prestados para "ocultar" las huellas.

 

Pero ni la felicidad ni la riqueza pueden ocultarse: los espectadores han de presenciar la obra que no termina nunca y asombrarse de la opulencia construida en unos meses, unos años, instantes generosos de negocios en las sombras.

 

Esos recursos debieron haber sido devueltos a los ciudadanos en obras públicas, escuelas, hospitales, seguridad, servicios, pero han quedado atrapados en la ambición de unos cuantos. El lenguaje sabe decirlo bien: han sido robados, saqueados, exprimidos por el gobernante y sus cómplices.

 

La virtud de la honradez se construye desde la infancia. Ya decía Napoleón que la educación de un hijo empieza veinte años antes de que nazca.

 

El gobernante que alcanza su posición sin una clara conciencia del valor de la confianza que se deposita en él, suele extraviar el rumbo, sustituir la  visión del bien común por el interés personal, y suele perder la perspectiva del dinero: ve el presupuesto y lo siente propio, como propio lo ejerce y a cada instante se oye el sonido del robo en el bolsillo.

 

Más extremo, desde luego, es aquel que no puede argumentar extravío porque desde que se propuso llegar sabía para qué quería el puesto.

 

La honradez es virtud innegociable e inexcusable.. En el ejercicio del gobierno, alguien puede equivocarse, decidir erróneamente, dudar o precipitarse; no es deseable, pero es comprensible. Pero robar (y no hay por qué buscar otra palabra más fina) es inaceptable. No hay justificación posible, aunque algunos intenten disfrazar o diluir el robo.

 

Sólo hay dos motivos por los que alguien no delinque cuando la tentación se presenta: o por principios o por temor. Los principios corresponden al orden de la virtud; el temor, al de la sobrevivencia.

 

Cuando los principios no operan, deben establecerse los controles. Una sociedad saturada de controles, a veces inoperantes, revela la profundidad de su descomposición. México disputa lugares relevantes en la lista de la corrupción.

 

Podrá alguien decir que la corrupción es una actividad que llegó para quedarse, así lo dice la historia, pero esto es falso. Si no se puede cortar el problema de raíz, sí existen medidas de fondo que ayudarían mucho si demandamos medidas concretas.

 

En mi siguiente colaboración propondré cuál puede una de estas medidas y veremos cómo está al alcance de nuestras manos y es factible de realizar… lo que necesitamos es participar, participar y participar, no importa la trinchera.

 

RESPONSABILIDAD

  

Gobernar es una actividad de síntesis. El gobernante debe sintetizar los hechos, los datos, las causas, las posibles consecuencias, los diversos escenarios; y luego tomar de ellos la esencia y decidir.

 

Cuando se acepta el cargo de gobernar, se debe estar consciente de que se asume un gran compromiso  y una gran responsabilidad. Deberá demostrar con hechos que se encuentra capacitado para desempeñar este cargo. Esto implica ser congruente con los ofrecimientos de campaña, cumplir su programa de acción y tener la firme convicción de que sus decisiones o acciones afectan  o benefician a una comunidad o a todo un país.

 

Todo gobernante está sujeto a la crítica de los gobernados, lo que corresponde al mundo de los hechos y de los resultados. Sin discutir la importancia de éstos, es necesario que las decisiones se evalúen también a la luz de las intenciones.

 

Una decisión puede tomarse por diversos motivos: por precipitado, por miedo, por ansia de reconocimiento, por presiones o por intereses personales. Como estas motivaciones tienen su origen en el interior de la persona, pocas veces pueden identificarse con certeza.

 

Pero lo que sí puede evaluarse, y debe exigírsele al gobernante, es que al gobernar, que básicamente consiste en tomar decisiones, lo haga con responsabilidad.

 

La responsabilidad, como valor de honestidad y de conducta, tiene varias acepciones, todas ellas convergentes.

 

Una de estas acepciones es la obligación y la capacidad de prever y evaluar consecuencias, valoración que debe tener como única referencia el bien de todos los ciudadanos. Un Estado legítimo, además de que tiene el compromiso de cumplir con sus misiones básicas, debe garantizar la justicia social, respetar y hacer respetar los derechos de todos y el bienestar general de la ciudadanía.

 

La designación de sus colaboradores, es una decisión que marca o caracteriza a una administración. El ciudadano lo percibe de inmediato: responsabilidad al tomar estas decisiones; responsabilidad de asumir las consecuencias.

 

La responsabilidad es también la disposición permanente y consistente para responder por las propias acciones. El gobernante que no asume las consecuencias de sus decisiones falta a su responsabilidad. No hay nada más sencillo que buscar culpables, argumentar pretextos o hacerse a un lado cuando la realidad pone en evidencia lo errado de una decisión. El gobernante que transfiere culpas pierde la confianza de los ciudadanos y de sus colaboradores.

 

El gobernante debe recordar que el cargo que desempeña lo obliga a la mayor responsabilidad, toda vez que sus acciones tendrán efectos reales y duraderos en miles, cientos de miles o en millones de personas.

 

Por lo tanto, su actuación no puede sujetarse a visiones de corto plazo o a intereses individuales, sino que debe responder a la obligación irrenunciable de velar por el bien social.

 

Una característica del ejercicio del poder es su trascendencia. Sin demeritar ningún oficio o profesión, el acto de gobernar se distingue porque trasciende, va más allá del presente y acaso incluya a quienes aún no nacen. 

 

Si todos los gobernantes recordaran esta trascendencia y con ello fortalecieran su sentido de responsabilidad, tendríamos menos decisiones populistas o de corto plazo y se habría sembrado o aumentado en la sociedad la cultura del desarrollo sustentable, es decir, el que no es espectáculo fugaz sino avance consistente.

 

Curiosamente, la ansiedad por apartar un lugar en la historia suele conducir a los gobernantes al olvido o, en otros casos, a la memoria del resentimiento e incluso del odio. El gobernante no debe actuar para la historia sino para el porvenir; paradójicamente, sólo mirando hacia el porvenir se hace historia.

 

Por ello, más que intentar escriturar la historia a su hombre, el gobernante debe poner como pilar de toda su actuación el valor de la responsabilidad. Es posible que este principio lo lleve a tomar decisiones impopulares o dolorosas, pero sin duda tendrá sentido porque nadie elige a un gobernante para que gane un concurso de popularidad, sino para que conduzca el esfuerzo colectivo y lo haga desembocar en una mayor calidad de vida.

 

La responsabilidad, es claro, está vinculada a una  visión de largo plazo, y en ello estriba su mayor valor y su mayor exigencia: un gobernante no debe buscar la vanagloria del aplauso efímero sino la más privilegiada de las satisfacciones y el más alto deber: trascender en bien de los que permanecen.

 

INTEGRIDAD

 

A veces por convicción, a veces por tradición, y en ocasiones por humor, la política ha sido receptáculo de todas las ironías, imputaciones y reclamos.

 

Puede que el desprestigio no sea gratuito. Muchos políticos y gobernantes han contribuido a incrementarlo.

 

La mala fama del ejercicio público llevó a Tolstoi, por ejemplo, a sostener que "el gobierno es una asociación de hombres que ejercen violencia sobre todos los demás". Y Platón les dijo a los atenienses: "Si yo me hubiera dedicado a la política, hubiera perecido hace mucho tiempo y no hubiese hecho ningún bien ni a vosotros ni a mí mismo".

 

Pero el caso es que la política es una actividad necesaria, sin importar el tamaño de la comunidad. En cuanto hay sociedad, surge la necesidad de convocar esfuerzos, proponer rumbos, establecer normas, dirimir desacuerdos, administrar recursos comunes, garantizar la seguridad, realizar obras de beneficio colectivo, defender el territorio. Y atender estas necesidades sociales sólo es posible a través de la política.

 

Hombres y mujeres, en lo particular, no podrían asumir las responsabilidades mencionadas. Por eso surge el gobierno: para defender a cada uno con la fuerza común de todos. Y para hacer gobierno hay que hacer política.

 

¿Son inherentes a la política los vicios que se le imputan?

 

Ninguna actividad lleva en sí misma los adjetivos que se le adjudican. Los adjetivos no corresponden a la actividad sino a la forma en que se realiza.

 

Estoy convencido que la integridad es fundamental. Incluso, la integridad va más allá de la honestidad. Si ésta podría definirse como la capacidad de cumplir lo que se promete a otros, la integridad es la capacidad de cumplir lo que cada quien promete a otros y se promete a sí mismo..

 

La integridad tiene que ver con la congruencia entre lo que se piensa, se dice y se hace. Pero hay que estar alertas: alguien puede ser congruente sin ser íntegro. Hitler era congruente, no íntegro.. Lo que supone que la congruencia que reclama la integridad está comprometida con los valores más altos de la convivencia humana.

 

En la política, o en el ejercicio de un puesto público, la integridad reclama el escrupuloso uso de la palabra y el impecable y honesto esfuerzo de cumplir lo que se promete.

 

La palabra del gobernante debe construir la confianza que aspira a merecer. La integridad obliga al gobernante a decir lo que se puede y lo que no se puede, lo que se propone hacer y lo que no piensa hacer, de manera que su palabra dé certidumbre. Un gobernante no habla para ganar aplausos ni para justificarse sino para anunciar, aclarar o explicar su desempeño, e incluso, para reconocer desaciertos y dar a conocer rectificaciones. Tal importancia concedía Confucio a esta capacidad, que afirmaba que "gobernar significa rectificar".

 

Pero la congruencia y la honestidad en la palabra es insuficiente para un gobernante: honestidad y congruencia deben prevalecer en los hechos.

 

La integridad no sólo es valor interior, serenidad interna, prenda de satisfacción personal, sino ingrediente imprescindible en la creación de confianza colectiva y por lo tanto en la capacidad de persuasión y liderazgo hacia la consecución de los objetivos que la sociedad reconoce como propios.

 

Sin la integridad, un gobernante carece de respaldo social, de autoridad moral y de fuerza para convocar a la comunidad a propósitos trascedentes. Por ello los beneficios de la integridad en un gobernante no se reducen a su tranquilidad personal, sino a su capacidad de crear credibilidad y confianza, lo que no es una fortaleza opcional sino una obligación irrenunciable. ¿Puede un gobernante serlo sin confianza, sin credibilidad, sin respaldo social? ¿Puede un gobernante, con su sola persona, generar confianza y respaldo político?

 

Quienes creen que la sociedad no se percata ni tiene por qué percatarse, del desempeño íntegro o deshonesto, (puesto que la integridad es un valor interior personal), olvidan que la sociedad deposita uno de sus mayores activos, la confianza, en el gobernante, y que no sólo tiene el derecho, sino la capacidad de verificar si el desempeño corresponde o no a la confianza otorgada.

 

El gobernante tiene la obligación de crear un entorno de certidumbre y la mejor forma de lograrlo es mediante una conducta íntegra, que responda a sus actividades, que no defraude, que enfrente con responsabilidad y valor las consecuencias de sus actos.

 

La integridad no es la única virtud que debe ejercer el gobernante, pero es el sólido e imprescindible cimiento que sustenta a las demás.

 

DIGNIDAD

 

 

En una democracia, el gobernante lo es por decisión del pueblo, fuente original del poder. Es, por lo tanto, su mandatario y su representante. Ningún honor más alto y ninguna responsabilidad mayor. El gobernante debe saberlo desde siempre y recordarlo para siempre.

 

Gobernar implica la obligación de actuar con dignidad.

 

Quien gobierna ya no se representa sólo a sí mismo sino, necesariamente, al municipio, al Estado, al país que gobierna. No puede, en consecuencia, suponer que su comportamiento sólo incide sobre su persona. Por el contrario, debe ser consciente de su representación y corresponder con dignidad a la suprema dignidad del pueblo.

 

Dignidad no es sinónimo de solemnidad ni de rigidez; no lo es tampoco de distanciamiento o de seriedad extrema. La dignidad es una cualidad de la conducta, mediante la cual se expresan los principios y valores de la persona y, en el caso del gobernante, de la sociedad que gobierna.

 

Hoy, más que nunca, un gobernante debe estar consciente de que ocupar un cargo de esta naturaleza lo obliga a actuar con la dignidad que exigen los ciudadanos.  Esto incluye el aceptar si se tiene o no la capacidad de poderlo desempeñar adecuadamente.

 

El gobernante no debe confundir el rehuir su responsabilidad por cobardía o sostenerse en el mismo a como dé lugar con una supuesta dignidad.

 

El pueblo, que muchas veces ignora el gobernante, cuenta con la sabiduría suficiente para percibir de inmediato estas características, que no son producto de un discurso ni de un acto mediático, sino la consecuencia, desde el inicio de su mandato, de una serie de acciones que incluyen varias de las virtudes que debe tener todo gobernante.

 

Nunca se insistirá lo bastante sobre este asunto: la calidad de la representación implica un deber. Paradójicamente, en ocasiones se le exige más a un deportista actuar de acuerdo con la altura de representación, por ejemplo en una competencia internacional. Si el país representado encuentra que el deportista no se comporta a la altura, verdaderamente se lo demanda. No ocurre lo mismo a veces con el gobernante, aún cuando su representación tiene mayor trascendencia.

 

Por ello es que hay que señalar que el comportamiento digno de un gobernante es una exigencia inherente a su cargo, no una opción..

 

Actuar con dignidad se refiere a todos los aspectos de la conducta, a los accidentales y a los sustanciales. No puede el gobernante perder la compostura en un escenario público a causa de un momento de festejo, como no puede perderla mediante la ira. O el enojo que se advierte cuando algo no le parece. El pueblo debe saber y sentir que cuenta con un representante y un mandatario sereno, que sabe expresar su alegría sin excesos y sabe controlar su enojo con serenidad.

 

Más aún, el gobernante debe saber responder por su pueblo cuando algo o alguien pretenden vulnerar su soberanía o su prestigio. Debe saber actuar a tiempo cuando se trata de salvaguardar el buen nombre o la seguridad de quienes los eligieron.

 

La dignidad rebasa a la persona, aunque la incluya, y se proyecta a todos los actos de gobierno.

 

Solo actuando con dignidad, en el fondo y en la forma, el gobernante puede convocar con autoridad moral al sacrificio, la lucha, al esfuerzo, a la austeridad, y puede proponer un destino común y avanzar hacia él.

 

La dignidad es una virtud del liderazgo íntegro: reclama, por tanto, congruencia y consistencia en el decir, el pensar y el hacer y desde luego, que este pensar, decir y hacer, se apegue a la voluntad colectiva.

 

Un gobernante puede equivocarse, puesto que tomar decisiones siempre implica un riesgo; lo que no puede permitirse es desempeñarse sobre una línea de comportamiento que violente los valores fundamentales.

 

Finalmente, el gobernante debe tener presente lo que manifestaba Aristóteles: "la dignidad no consiste en nuestros honores, sino en el reconocimiento de merecer lo que tenemos".

 

Mandatario es el que obedece; el que manda es el pueblo.

 

TEMPLANZA  

 

El poder suele perder a quien lo ejerce. Cercado por voces de adulación, alentado por la sensación de que todo lo puede, deslumbrado por las candilejas del escenario político, el gobernante corre el riesgo de perder el rumbo, olvidar su naturaleza falible, llegar a los más extremos excesos y acariciar la certeza de que lo merece todo.

 

De no estar alerta, el gobernante puede destruir con este extravío sus aciertos, sus promesas, sus afectos y hasta sus buenas intenciones. Aunque no todo el que ejerce el poder se marea por las alturas, es un hecho que la mayoría de los que alcanzan una cumbre llega a perder la perspectiva. Y cuando ocurre aparecen las acciones desproporcionadas, las actitudes vanas, los despropósitos, las aberraciones, la soberbia, la ceguera, la intolerancia, las poses de conquistador imbatible, el despotismo, el abuso, la prepotencia, la ligereza, la necedad, la ira…

 

Por ello es absolutamente imprescindible que el gobernante cultive la virtud del equilibrio: la templanza.

 

Sin esta virtud, el gobernante se transformará, para efectos prácticos, en tirano, y deambulará entre la vanidad y el ridículo. Más grave aún, su gobierno será tiempo de frivolidades, de represión, de rezago e injusticia.

 

Cuando el gobernante deja de escuchar, sólo se oye a sí mismo; y cuando deja de mirar, sólo a sí mismo se contempla; cuando abandona la prudencia, no hay límite para su precipitación; cuando reclama un sitio en el Olimpo, se aleja de sus deberes terrenales.

 

La historia remota y la reciente ofrecen múltiples ejemplos: Calígula hace senador a su caballo y Bucaram se perdió en exhibiciones de locura; Leónidas Trujillo se compara con Dios y a muchos presidentes de México, el pueblo los identifica de inmediato y la historia lo confirma.

 

Debería existir un registro de todas las transformaciones y de todas las deformaciones que el poder promueve para que ningún pueblo volviera a permitirlas, y para que todos aquellos que aspiran o tienen el poder político recordaran los riegos del exceso.

 

Si todo se redujera a la propia destrucción, con todo y su magnitud seguiría siendo un mal menor. Pero las verdaderas víctimas se cuentan por millones y a veces por generaciones: el poder sin templanza compromete el presente y el futuro. Aun después de años, incluso de décadas, los pueblos siguen padeciendo los estropicios de un poder sin moderación ni brújula.

 

La falta de templanza no cobra una factura pasajera: sus secuelas siguen dañando más allá de cualquier cálculo.

 

Sólo la templanza evita el abuso, la desmesura, el hedonismo, el desenfreno, la indiscreción, la temeridad, el amiguismo, la ligereza, el exceso, y cualquiera de los otros frutos de la intemperancia.

 

Sólo el gobernante que se deja gobernar por la templanza merece el poder. Sólo así el poder se traduce en bien común.

 

Si el gobernante no es capaz por sí mismo de moderar sus apetitos, su sensación de eternidad, su auto fascinación, producirá el desconcierto, tal vez el miedo, la inconformidad social, seguramente el desaliento, la protesta, el retroceso.

 

Como al dinero, con frecuencia se atribuye al poder atributos destructivos, pero, como en el caso del dinero, no es el poder el que destruye sino el excesivo apego a él, lo que conduce al error de creer que el poder es un bien en sí mismo cuando en realidad sólo tiene sentido en la medida en que hace, edifica, crea. El poder sirve para poder hacer, y si está respaldado por valores en la conciencia de quien lo ejerce, cuanto haga será a favor de la sociedad que lo sustenta.

 

Habría que promover, cuando menos, la vigencia de dos vertientes para evitar que el poder conduzca a la locura: educar en función de valores de conciencia: verdad, justicia, libertad, y en valores de conducta: templanza, serenidad, responsabilidad, respeto.

 

La otra vertiente es procurar y alentar la formación colectiva de un pueblo alerta, crítico, defensor de sus derechos, y verdadero mandante de sus gobernados.

 

Habrá que evitar el elogio constante y desmedido, y sustituirlo por el reconocimiento justo cuando lo merezcan los actos de gobierno, y por la actitud crítica y demandante cuando las acciones del gobernante se desvíen de la finalidad que le es propia.

 

Para que el gobernante mantenga la templanza será necesario su propio equilibrio interior, erradicar la adulación y la sumisión, y crear una verdadera conciencia social que recuerde que el poder reside en el pueblo y que haga valer todos los días esta condición de la democracia.

 

 

PRUDENCIA  

 

Por si el lector no los tiene en la memoria, le recuerdo ahora que hemos tratado cinco virtudes antes que ésta: Dignidad, Honradez, Integridad, Responsabilidad y Templanza. Aunque han sido expuestas en este orden, desde luego no quiere decir que esta secuencia se deba a jerarquía. Tan importante una como otra.

 

Hoy corresponde hablar de una virtud imprescindible en todo gobernante, puesto que ya hemos visto que la principal característica de la acción de gobernar es la trascendencia de sus actos. Por ello la prudencia es virtud que no debe marginarse. De ella depende la acción mesurada, la decisión consciente, la actitud serena.

 

Cuando se habla de prudencia se corre el riesgo de que alguien piense que se está aludiendo a la parálisis. Y ello no es gratuito: muchos gobernantes han tratado de justificar su inmovilidad calificándola erróneamente como prudencia.

 

Por eso hay que aclararlo desde el principio: aludo aquí a la prudencia como virtud que contiene el primer impulso, como cualidad que serena el pensamiento incluso en los momentos más difíciles. La inmovilidad, en cambio, es sólo falta de determinación para tomar decisiones.

 

Hablamos, pues, de la actitud que combina prudencia y audacia y que, en mezcla adecuada, permite al gobernante ejercer su liderazgo con responsabilidad y lo libera de actuar con ligereza.

 

En la vida privada cada quien decide su forma de actuar y, si hay consecuencias, normalmente las asume puesto que su acción incide en su círculo más próximo. Pero un gobernante debe ejercitar la prudencia en cada una de sus acciones, pues los beneficiados o perjudicados serán todos los que habiten en su ámbito de gobierno. Por tanto, la prudencia no es una opción sino una obligación.

 

Así como hay gobernantes que se escudan en la palabra prudencia para ocultar su indecisión, así los hay que se escudan en la audacia para justificar su precipitación.

 

Un gobernante no puede actuar según sus primeros impulsos, guiado por la supuesta urgencia del problema a resolver. Muchos de los asuntos que se califican de urgentes pudieron no haberlo sido si se hubieran atendido a tiempo. También en la oportunidad de la acción es la prudencia la que opera.

 

Por descuido, por negligencia, por temor, algunos asuntos públicos se relegan a la agenda de otro día, algún día, ya se verá, y sucede que aquel problema, aquel conflicto, aquella demanda despreciada, un día se levanta como un muro o como un bosque ardiendo, y el gobernante, incapaz de reconocer su falta de sensibilidad, actúa abruptamente y luego explica que no pudo reflexionar sobre el caso porque éste era urgente.

 

La prudencia implica saber identificar a tiempo lo importante, antes de que se vuelva urgente, cuando hay tiempo para analizar y sopesar, decidir y actuar.

 

Para identificar a un gobernante imprudente, basta analizar su agenda diaria: el más imprudente será el que se dedica a atender asuntos que no son ni importantes ni urgentes, en un juego de activismo que le ayuda a imaginar que está trabajando mucho; el segundo lugar se lo lleva el que mayoritariamente se dedica a atender lo urgente, lo cual también le da la sensación de que merece un lugar en la historia por moverse tanto.

 

Con rasgos de prudencia, un gobernante destinará más tiempo a lo importante que a lo urgente. Es imposible evitar que se presenten asuntos urgentes, pero mientras menos sean podrán resolverse mejor, a la vez que se tiene tiempo para lo trascendente.

 

Como se advierte, la prudencia no consiste en pensar mucho o en decidir poco, sino en pensar a tiempo y actuar oportunamente.

 

Entre otras, dos sensaciones falsas pueden empujar al gobernante a la imprudencia: la primera es creer que gobernará para siempre; la segunda, que sólo tiene un día para resolverlo todo.

 

Hace unos años, don Jesús Reyes Heroles recomendaba: no hay que hacerlo todo en un día, pero hay que hacer algo cada día. Como una extensión de esta cita, habría que decir que hay que procurar, y lograr, que ese algo esté relacionado con lo importante, lo que trasciende, lo que incidirá en la vida de miles o millones de personas.

 

La prudencia, en síntesis, es lo opuesto a la temeridad, normalmente irresponsable; o, para decirlo de otra forma, es el respaldo de la audacia.

 

La fortuna es de los audaces, decía Hernán Cortés; sí, a condición de que el acto audaz esté amparado por la prudencia.

 

VALENTÍA

 

VOLTAIRE afirmaba que la valentía no es una virtud sino una cualidad, quizá queriendo expresar que la valentía no tiene moral como si la tienen las  virtudes. La realidad prueba que así es: el homicida es valiente y lo es también el que arriesga su vida para cometer un ilícito.

 

Al margen de las épocas, las costumbres, las culturas, la valentía ha sido universalmente apreciada siempre, y tanto, que hasta el cobarde quiere parecer valiente y el temeroso hace todo lo posible para ocultar sus miedos.

 

Por ello es que, a pesar de su importancia como virtud del gobernante, la abordamos después de haber expuesto el valor de la integridad, la honestidad y la prudencia, porque sólo al lado de ellas la valentía adquiere el carácter de virtud.

 

Sin valentía, el gobernante tiende a paralizarse o a optar por la decisión menos riesgosa sin que necesariamente sea la mejor.

 

El gobernante está obligado a asumir riesgos, más allá de su propia seguridad, porque lo que está de por medio es el bien común, que generalmente no se construye con precaución excesiva o con decisiones a medias.

 

Los ciudadanos no eligen a un gobernante para que se mantenga a salvo sino para que ponga en juego su nombre, su esfuerzo y hasta su vida al servicio de las causas comunes.

 

Fácil sería para cualquiera que tenga la responsabilidad de gobernar parapetarse en la inmovilidad y esperar a que la inercia  o el tiempo solucionen lo que le corresponde a él solucionar. Puede que sobreviva y logre concluir su periodo, pero ese periodo habrá sido un tiempo socialmente perdido.

 

Suspendida la comunidad que dice gobernar, acrecentados los conflictos, arraigados los problemas, harán erupción algún día y la responsabilidad será de quien los ocultó bajo la alfombra para no enfrentarlos.

 

La valentía, ya se sabe, no implica ausencia de temor, sino capacidad de superarlo, capacidad que a su vez requiere de visión para orientar el rumbo y decisión para actuar aun cuando la acción signifique algún costo.

 

El gobernante tiene la obligación de analizar los elementos que tenga a la mano (inteligencia política, no espionaje) y prever posibles escenarios antes de tomar una decisión, pero no puede, nadie puede, garantizar las consecuencias de sus decisiones. Por definición, las decisiones son inciertas. Si no fuera así, no serían decisiones.

 

Quien acepta la responsabilidad de gobernar asume, debe asumir, los riesgos inherentes. Si alguien privilegia la seguridad por encima de su deber… hay otros oficios  y actividades que le esperan. No la tarea de gobierno.

 

La recomendación genérica de BALTAZAR GRACIÁN: "pon un grano de audacia en todo cuanto hagas", es especialmente acertada en el gobierno porque sólo así quien lo encabeza puede responder a la expectativa de la sociedad, que no quiere parálisis ni indolencia, sino decisiones valientes que mantengan el barco a flote, pero sobre todo, que lo hagan avanzar.

 

En tiempos que van de prisa, no pueden ser lentos los cambios. Cierto como nunca, quien se detiene se rezaga porque la  velocidad de las transformaciones reclaman prudencia pero también valor. Sólo quien actúa oportunamente puede ofrecer avances. La inmovilidad puede ser propia del observador que requiere tiempo para expresar su análisis, pero no es aliento de gobierno porque éste es acción sin precipitación, acción sin aletargamiento, es decir, acción responsable y eficaz.

 

La valentía es condición imprescindible para el gobernante y exigencia de los gobernados. Acotada por virtudes de responsabilidad e integridad, el ejercicio de la valentía, y no su expresión retórica, constituye el marco de conducta que impulsa a los pueblos a ampliar sus horizontes. El gobernante que no lo hace, condena a la sociedad a la inacción, que rápidamente se convierte en inseguridad, injusticia social, rezago y marginación.

 

El gobernante debe ejercer la valentía a favor del bien común, más allá, mucho más allá, de la satisfacción de su vanidad o de la salvaguarda de su seguridad.

 

Si usted coincide conmigo en las siete virtudes que debe cultivar todo gobernante, o si su lista es diferente, de cualquier manera espero haber contribuido a enriquecer su reflexión para que entre todos seamos más demandantes y exigentes respecto de la conducta de quienes nos representan.

LOS SIETE PECADOS CAPITALES DEL GOBERNANTE

 

El gobierno tuvo su origen en el propósito de encontrar una forma de asociación que defendiera y protegiera la persona y la propiedad de cada cual con la fuerza de todos, escribió Juan Jacobo Rousseau.

El gobierno, sin embargo, lo ejercen los gobernantes, esto es, hombres y mujeres vulnerables a tentaciones y caprichos, a vanidades y ambiciones.

Algunos resisten el encuentro con el poder y salen airosos de ese trance. La mayoría, sin embargo, solemos cometer uno o todos de los siete pecados capitales en los que puede incurrir un gobernante.

¿Cuáles pecados capitales? De eso se trata: de identificar las siete faltas mayores que cometemos quienes por trayectoria, por vocación o por azar, tuvimos o tendremos la oportunidad de gobernar.

Desde luego, se trata también de hacer una analogía entre los pecados capitales que, en materia de religión, los textos bíblicos van reprobando a lo largo de múltiples referencias, de manera que a partir de aquello que más irrita a los gobernados podamos descubrir las principales conductas negativas de quienes ejercen el poder.

A ello se refiere esta serie, dividida en ocho partes; ésta, a manera de introducción, y las siete restantes, dedicadas a cada uno de los pecados capitales latentes en el ejercicio del gobierno.

El trastorno a que conduce el poder en ocasiones hizo decir a Calígula, al ver que en el coliseo los asistentes pedían el indulto de un gladiador: “¡Ah, si tuvieran una sola cabeza, con qué gusto se las cortaría de un tajo!”.

Tentaciones del poder

Tentaciones del poder, que no soporta un pensamiento contrario al suyo. Carlomagno sellaba sus decretos con el pomo de su espada y decía: “Esto es lo que yo ordeno” y luego levantaba el arma y agregaba: “Y con esta espada haré obedecer mis órdenes”.

Excesos del poder, que hace ver hasta a las ocurrencias como disposiciones divinas. Ronald Reagan reveló, cuando era presidente de los Estados Unidos, que varias veces se preguntó: ¿Podrías hacer este trabajo sin antes haber sido actor?

Simulaciones del poder

Simulaciones del poder, que puede hacer de una mentira una estadística confiable.

En todos los tiempos, los ejemplos del poder como centro y gloria de sí mismo han sido vastos.

En el trayecto hacia la cúspide, los aspirantes, y muchos de verdad, se entusiasman con las tareas de gobierno, con el mayor esfuerzo en beneficio de los marginados, con el sacrificio de la propia vida en bien del pueblo.

Pero algo ocurre en la cima que cambia la visión y la actitud. Quizá la reiteración de que siempre se tiene la razón, la adulación de que nunca nadie había hecho lo que usted hace, señor, quizá el espejo que siempre grita lo bien que gobierna el que en él se mira.

La transformación es, a veces, repentina, a veces gradual. El que prometió oír a todos, de pronto no oye más que su eco y no ve más que a su sombra. Y el mismo que creyó en el sacrificio, cree que nadie podría pagarle lo que entrega. Y el que parecía modesto hombre de servicio, se convierte en víctima de la soberbia. Y el que condenó el nepotismo, nombra tesorera a su sobrina.

¿Qué es lo que sucede que se pierde el oído, la vista, el tacto y el olfato? Lo que se repite con insistencia termina por ser una verdad. Y lo que más oye un gobernante es que está logrando lo imposible, construyendo lo nunca imaginado, diciendo lo jamás oído. ¿Será cierto que, como dijo Femimore Cooper, los reyes han corrido más peligro por las locuras a que les ha llevado la adulación de los parásitos que por las maquinaciones de sus enemigos?

Puede ser, pero la adulación, que sin duda es uno de los pilares del espejo complaciente, es sólo parte del fenómeno. Otra parte es la amnesia, que arranca de un solo golpe compromisos y promesas y coloca al gobernante ante el vacío, que obliga a inventarlo todo, como si en cada período se partiera de la nada para construir al mundo.

Este es, pues, un repaso de los principales riesgos a que debe enfrentarse quien ha llegado al poder, cualquiera que sean sus alcances y circunstancias; los pecados capitales, como todas las tentaciones, están allí y hay que sustraerse a ellos.

Siempre será oportuno intentar reforzar la conciencia colectiva en su capacidad de análisis de sus oportunidades y riesgos. Podremos así superar barreras de tradiciones y costumbres para mejorar la convivencia social.

Al fin y al cabo, como decía Confucio, gobernar también es rectificar.

En una semana, el primer pecado capital…

LA SOBERBIA

Humanos todos, todos somos potencialmente soberbios, o dicho de otra forma, vulnerables al influjo de la soberbia.

Pero de lo que se trata ahora, como lo adelantamos en nuestro artículo anterior, es de hablar de la soberbia en el gobernante, como uno de los siete pecados capitales que puede cometer quien ejerce el poder.

La soberbia, esa excesiva estimación de uno mismo que se combina con el desprecio por los demás, acecha siempre al gobernante. Lo acompaña a distancia a veces, en otras lo acosa y en la mayoría de los casos lo atrapa.

La soberbia ataca subrepticiamente, de manera que la víctima es la última que se percata de que ha caído en sus señuelos. Allí está su fuerza. Porque el soberbio no admite que lo es; a cambio, se reconoce infalible. Diría que no tiene la culpa de ser tan brillante, inteligente, trabajador, dinámico, y todos los adjetivos que mejor le sienten a su percepción de la perfección.

Los demás siempre son el espejo más consultado. Por los demás se va derrumbando o construyendo nuestra autoestima, porque son los demás, con su aprecio, su rechazo, su admiración, su censura, sus palabras, los que van dictando nuestra visión de sí mismos.

Así, cuando alguien llega al poder, encuentra sólo espejos que le hablan de lo acertado de sus decisiones, de lo luminoso de su discurso, lo persuasivo de sus gestos, de su gran habilidad para atender conflictos o las trampas de sus enemigos... o de sus colaboradores. Y es difícil sustraerse a este reflejo. Sobre todo porque no hay equilibrio entre los halagos y las críticas. La voz de la soberbia, seductora, empieza a dictar su conclusión fatal: si todos dicen que eres el mejor (obviamente sus amigos y algunos “colaboradores”) es porque lo eres.

Cuando la soberbia se apodera de un hombre sin poder, él es la única víctima, pero cuando se enseñorea sobre la voluntad e inteligencia de un gobernante, las víctimas pueden contarse por millones. Porque la soberbia produce distancia. Y nadie puede gobernar en bien de los demás con un precipicio de por medio.

La soberbia conduce a la intolerancia, es decir, a la incapacidad de entender que los otros pueden pensar distinto. Si la verdad es única y me pertenece, ¿por qué debo soportar divergencias o, mejor dicho, necedades?

La soberbia lleva a la ceguera, porque nubla la mirada a todo aquello que no sea el propio soberbio y sus actos. Quizá por ello, en 1555 Iván el Terrible, complacido por la belleza de la Catedral de San Basilio que él había mandado construir en Moscú, cegó a sus arquitectos, para que no pudieran proyectar nada más hermoso. No pudo soportar la posibilidad de que alguien superara lo hecho por él. Vano intento, desde luego, pero intenso y ciego deseo de inmortalidad.

La soberbia tiene múltiples desembocaduras que van desde la altivez hasta la arrogancia, desde la altanería hasta el endiosamiento. Cada vez más lejanos los mortales.

“La posesión del poder, por inmenso que sea, no da la ciencia para poder utilizarlo”, escribió Honorato de Balzac. Y puesto que se llega al poder sin la ciencia, se tiene que construir el arte, tanto de gobernar como de sortear la tentación de la soberbia porque con ella no gana nadie y todos pierden.

Sabedores de las trampas y consecuencias de la soberbia, los romanos insistían en la presencia del esclavo junto al militar que recibía honores, para que durante toda la ceremonia no dejara de repetirle al oído: eres humano, eres humano…

No debiera necesitarse esta voz exterior. Debería bastar la madurez interior, el temple intrínseco, que nos repitiera a cada instante lo falibles que somos por naturaleza humana.

La soberbia desune, inventa distancias, crea vacíos entre el gobernante y el cuerpo social, por esto la voz popular censura a la soberbia del poder y condena a su portador a la obediencia resentida o al ostracismo y al rechazo.

La cabeza en el cielo, los pies en la tierra, recomiendan los estudiosos del liderazgo a quienes son o quieren ser líderes. La cabeza en el cielo para mantener la altura de los objetivos, los pies en la tierra para lograr su realización. La cabeza en el cielo para elegir el futuro, los pies en la tierra para que ese futuro sea congruente con las necesidades y las aspiraciones de la comunidad.

Humanos todos, todos somos potenciales o activamente soberbios. Pero es el gobernante quien más debe evadir las tentaciones de la soberbia, porque ya no se trata sólo de su destino, sino de aquellos que le otorgaron su confianza.

NEPOTISMO

Originalmente, el término nepotismo —del latín nepote, sobrino— se adjudicó al sistemático favorecimiento de algunos papas hacia sus familiares en cuanto a cargos, privilegios y honores.

En efecto, los papas, especialmente los de finales de la Edad Media y los del Renacimiento, tuvieron esta debilidad, entre otros Calixto III (Alfonso Borgia), Sixto IV (Francisco della Rovere) y Alejandro VI (Rodrigo Borgia, padre de César, Juan y Lucrecia).
Paulo VI (Juan Pedro Caraffa), nepotista en los comienzos de su pontificado, quitó a sus parientes los privilegios que les había concedido porque tuvo la elemental sensibilidad para darse cuenta de un hecho inocultable: su nepotismo lo hacía impopular.

Mucho más allá de la historia de los papas, el nepotismo se ha hecho casi costumbre: Fórmula de prosperidad familiar y expresión de cinismo a la vez.

En la lista de tentaciones del gobernante, el nepotismo parece la más inofensiva. Pero no lo es. Mediante su presencia en los órganos de gobierno contribuye a la descomposición de la salud pública, deteriora la credibilidad en el gobernante y socava el interés de los gobernados en apoyarlo.

El nepotismo tiene varias maneras de manifestarse, desde el visible y legendario recurso de otorgar cargos públicos a parientes y amigos, independientemente de su capacidad y antecedentes, hasta la activa o pasiva actitud de fomentar y/o permitir el tráfico de influencias, o bien concesiones federales, estatales o municipales, contratos en el disfrute de privilegios vinculados a la administración.

Muchas son las consecuencias del nepotismo, todas graves, por lo que bien vale reflexionar sobre algunas de ellas. Resta autoridad a la cabeza del gobierno, puesto que si él ha designado a parientes en sus dependencias, ¿cómo puede impedir que otros lo hagan? Fracturada la autoridad, el gobierno se fractura también.

Lesiona la capacidad de respuesta de la administración al permitir que ocupen cargos personas no aptas, puesto que han sido designadas por su cercanía familiar o afectiva con el gobernante, no por sus aptitudes ni conocimientos.

Fomenta la corrupción, pues los actos indebidos de los allegados no serán sancionados; en consecuencia, tampoco podrán serlo los de ningún servidor público: el gobernante, atado por sus propias decisiones, tendrá que “dejar hacer”, a riesgo de exhibir una visible y selectiva aplicación de medidas correctivas. Sus colaboradores tendrán un arma silenciosa y amenazadora como principal defensa.

Activa la noción práctica del tráfico de influencias al abrir espacios para la recomendación subrepticia, el intercambio de favores, el temor como impulso de la complicidad. No contradecir al hermano, al tío, al primo, al hijo, por más incómodos que sean. Esa sería la regla de toda la estructura humana del gobierno. Todo cuanto hagan y digan los parientes parecerá consigna del jefe, independientemente de que esté informado o no.

Caricaturiza al gobernante ante los ciudadanos, quienes encontrarán en la broma secreta o en la abierta crítica la mejor forma de obtener venganza por la afrenta.

Desalienta la acción de los colaboradores honestos y eficientes al producir en ellos la sospecha de que ningún mérito será tan reconocido como la cercanía familiar, y que en caso de conflicto interno ellos tendrán escasas posibilidades de victoria.

Si bien el término tuvo su origen en los pontificados, resulta claro que ahora los mejores ejemplos se encuentran en los gobiernos de todas las latitudes.

En casi todas partes aparecen los sobrinos, los padres, los hermanos, los tíos, como representantes del favor y la confianza superior. Grietas en el gobierno y en su capacidad de conducir; heridas en la administración y en su aspiración de credibilidad; vacíos en el manejo del erario y en su obligación de administrar los recursos comunes.

El nepotismo es, por otra parte, signo de inmadurez y de ambición, instrumento de conciliación familiar y herramienta de corrupción. Es, asimismo, factor de descomposición social al dinamitar la confianza social en su gobierno.

Con tantas y tan profundas consecuencias, debiera ser hora en que el nepotismo desapareciera, primero mediante la madurez y la conciencia de quien gobierna y segundo a través de la aplicación de la ley a los servidores públicos que incurran en él.

Los papas lo fueron entendiendo: Pío V, consciente del daño que habían causado sus predecesores con su afán de favoritismo, prohibió a sus parientes que visitaran la corte pontificia para erradicar la posibilidad de privilegios.

Algo similar debieran hacer los gobernantes para alejar de su acción cotidiana la destructiva tentación de este tercer pecado capital. Y si no lo hacen, entonces que se aplique la ley, que es, según la sabiduría de la voz anónima, la conciencia de los que no la tienen.

SIMULACIÓN

Del torero se dice que no sólo tiene que serlo sino también parecerlo. Y se dice lo mismo del hombre de éxito, de la mujer honesta, del director de empresa. Y se dice, también, del gobernante.

Comprometidos a lograr la mezcla necesaria del ser y el parecer, la actual cultura de la imagen nos ha conducido, no ha buscar esa combinación equilibrada, sino a privilegiar la apariencia por encima de la esencia.

Entonces, en el caso del gobernante, en lugar de una estrategia de liderazgo, la treta se convierte en un pecado capital, de esos que hemos venido comentando en las anteriores entregas y que podemos denominar simulación.

Simular es hacer que algo parezca lo que no es. Hay, por ejemplo, simuladores que se utilizan para la capacitación de pilotos, esto es, aparatos que reproducen en tierra las condiciones del vuelo de un avión. A riesgo de ser redundante: estos simuladores hacen creer que se está volando cuando en realidad no se ha avanzado. Son simuladores aéreos. Son, aún más, una extraordinaria alegoría de la simulación política.

El piloto que se prepara sabe que se trata de una simulación. Y no le dirá a nadie que ha volado. El gobernante, cuando cae en este pecado capital, cree que todos creen que está volando.

Es tal su convicción, que las turbinas de la soberbia le hacen pensar que los demás no piensan. La simulación implica, por tanto, un menosprecio por los demás y por su capacidad de análisis.

Maquiavelo, experto teórico en esta materia, apuntaba: Es de gran importancia disfrazar las propias inclinaciones y desempeñar bien el papel de hipócrita.

El gobernante que incurre en simulación se ha puesto, o le han puesto, una venda en los ojos y en la conciencia. Hitler no soportaba malas nuevas. Y sus generales lo complacían. Alemania ganaba la guerra, aún en 1944. La simulación al extremo, puesta al ser vicio del gusto autoritario.

Incendiada la Bastilla, el pueblo enardecido a punto de tomarla, Luis XVI escribió en su diario el 13 de julio de 1789: “Hoy, nada nuevo”. Cuando la simulación llega a la última frontera, se convierte en ceguera permanente.

Parece ser que la simulación engaña a los demás, pero no hay nadie más engañado que quien la practica, creyendo primero que la domina, después que no existe y luego sometiéndose a ella, como marioneta que cree ser dueña de los hilos.

El gobernante simulador se reúne con ciudadanos que le plantean una y otra vez su demanda, su petición, su exigencia. Y el ceño se frunce, se indigna, se une a la causa. ¿Es que no se les ha atendido? ¡Si él ha dado instrucciones precisas! No puede ser. Nadie tiene derecho a negar lo justo. Intervendrá, seguro. Los ciudadanos se marchan, algunos, los más avezados en el juego, escépticos, otros entusiasmados, algunos conmovidos. Les ha pedido tiempo, solo tiempo. Y el tiempo pasa…

El gobernante llega a su despacho, reúne a sus colaboradores involucrados en el caso. ¿Vieron cómo se manejan las cosas? ¿No que eran difíciles de convencer? Un distraído se aventura: ¿Alguna instrucción para solucionar aquello? Ninguna, contesta el simulador, que los despacha con otro desplante de simulación: ¡Ya, a trabajar!

Se cuenta que alguna vez Honorato de Balzac sorprendió a su ama de llaves en una mentira, y le llamó la atención: “Si quieres indisponerte con tu prójimo, sigue mintiendo”. Ella se defendió: “¿Y cuando vienen a cobrar facturas, está usted encerrado escribiendo y les digo que no hay nadie…? Balzac no necesitó pensarlo para responder: “Esos no son prójimos”.

Tal vez en una visión similar se apoya el simulador.

La simulación, pues, parece empezar en  la convicción de creer que tan importante es el parecer que el ser, pero luego puede convertirse en una manera de ser. Y entonces ya no solamente se simula para los otros sino para sí mismo.

¿Cómo va mi imagen?, pregunta el simulador. De maravilla, contesta el coro de colaboradores, que para entonces ya aprendió a simular.

El equipo engañado, marcha hacia el vacío. Condiciones de vuelo: idóneas. El avión, en tierra, toma altura.

Ya sentenciaba Shakespeare en el siglo XVII: “Dios os ha dado una cara y vosotros os hacéis otra”.

MALDAD

Sin la intención de proponer una polémica acerca del poder, creo que cabe definirlo como la capacidad de influir en el mundo fáctico, es decir, en el mundo real, en el mundo de los hechos.

Todos, desde luego, tenemos poder, pero el gobernante tiene un gran caudal de poder justamente porque sus ideas, sus acciones, sus intenciones, tienen una mayor influencia en el mundo real.

Allí está el atractivo del poder; allí sus riesgos; allí su grave responsabilidad.

Los actos del hombre, revestidos de bondad o maldad, tienen una influencia en los hechos, en la vida de otros. Cuanto más poder, más incidencia de los actos en la vida de más personas.

Toda acción tiene una consecuencia. Si colocamos esa acción en la cúspide de la pirámide de la organización social, cualquiera que sea el tamaño de ésta, tendrá una gran influencia en el presente y en el futuro.
Por ello es tan importante incluir a la maldad en los siete pecados capitales del gobernante, los cuales hemos venido comentando.

Un acto destructivo, producto de la ira, el rencor, la envidia, la venganza, siempre causará un daño. Muchos y muy profundos si lo ejecuta un gobernante.

La maldad siempre será una opción para la voluntad. Pero el gobernante debe pensar, decidir y actuar sin esa carga, que distorsiona hasta la intención más noble. Por encima de sus resentimientos, deseos de venganza, debe prevalecer el temple, la serenidad, el autodominio.
En una factura personal que se cobra puede ir el destino de decenas o millones.

La acción producto de la maldad, tiene de manera inherente la capacidad de deformar y destruir. Y el sentimiento producto de la maldad, aunque no se manifieste en un hecho concreto, nubla la inteligencia y la habilidad de dilucidar y decidir.

De ambos riesgos debe cuidarse el gobernante. Del primero, porque el fin último del acto de gobernar es el bienestar común; del segundo, porque los sentimientos negativos apagan la luz de la inteligencia. ¿A quién destruye el rencor? A quien lo siente, acaso más que al sujeto del rencor. Y para nadie es positivo un gobernante que permite su deterioro interior, devorado por la simiente de la ira.

Todos los rencores, envidias, enconos, que la vida apunta en una intangible libreta a quien se lo permite, deben quedar al margen de las acciones de gobierno, porque por encima de ellos está el bien de todos, esa expresión que por repetida y traicionada está dejando de tener sentido. Lo tiene, por supuesto, y en el rescate del compromiso que implica está una pauta del buen gobierno.

La conducción de una comunidad exige libertad, la más valiosa, la más trascendente, la libertad interior. Las cadenas que la acechan permanentemente son las fobias, las antipatías, el rechazo, el enojo, la animadversión, resumidas todas en la expresión coloquial del pueblo: mala voluntad.

El poder por sí mismo es neutral. Es la voluntad de quien lo ejerce la que le da peso moral y lo inclina hacia una de las opciones de la intención humana: destruir o construir.

Hasta los resentimientos más simples se tornan en el gobernante en impulsos destructivos. Alimentado de soberbia, el gobernante puede llegar a la caricatura  de sí mismo para anotar las actitudes más triviales en la lista de lo que merece venganza: el que no acudió a mi llamado, el que no me saludó, el que no aplaudió, el que no se levantó cuando llegué, el que me combatió en mi campaña, el que se pronunció en contra de lo que dije. ¡Se cerró las puertas de mi gobierno!

La intolerancia como norma de conducta

El gobernante debe aprender a hacer a un lado sus fantasmas, no porque su naturaleza sea inhumana, sino por la responsabilidad que ha querido tener y que otros le han confiado.

En ese control de sí mismo está la sabiduría práctica que le permitirá el ejercicio del poder, tal vez no sin errores, pero nunca con subordinación a sus sentimientos destructivos.

Sus hechos son importantes. Lo son también sus móviles y sus intenciones.

Deberá abstenerse, en consecuencia, de colocar al poder al servicio de la maldad. No es permisible utilizar lo que otros le han dado, justamente para hacerles daño.

En fin, como sentenció Marco Aurelio, dejemos de discutir lo que debe ser un hombre bueno… y procuremos serlo.